(3ª Entrega)
Antes de que se hiciera de noche nos condujeron a un cercado cubierto de nieve, rodeado de montañas blancas llamado Prat de Molló. Aquel era un campo en el que pastaban las vacas habitualmente, con una ligera pendiente y unos árboles escuálidos en la parte más alta. Bajo más de una cuarta de manto blanco se escondían pedruscos y rocas que hacían difícil dar un paso. La postal hubiera sido preciosa si no fuera porque aquel iba a ser para la mayoría de nosotros su “hogar” durante largos meses.
Dormir
en pleno invierno al raso con una capa de nieve de varios centímetros sin mayor
cobijo que una manta o un capote era una prueba de resistencia que nos
recordaba la vida de las trincheras, a la vez que nos parecía intolerable para
aquellas criaturitas y ancianos que nos acompañaban. Como pudimos hicimos unas
chozas con el fin de resguardarnos algo del frío, pero aún así, nos quedábamos
tiesos; sin contar que la lluvia nos calaba hasta los huesos. Muchos refugiados
enfermaban o morían. Los franceses no querían que nos quedásemos, y por la
parte española, las autoridades de la República estaban aún ocupadas en el fin
la guerra. La desidia y el desdén de los franceses eran tan manifiestos, que
las protestas de los que nos encontrábamos en aquel idílico paraíso pirenaico nada
podían para que nadie hiciera caso de nosotros. Francamente, nunca nos
imaginamos que los vecinos del norte nos recibirían así, sin barracones, sin
ningún acondicionamiento, sin nada más que un prado mondo y lirondo. Es cierto
que la enorme marea humana harapienta que atravesó la frontera, desnutrida,
muerta de frío y en busca de cobijo y paz les desbordó por completo; pero era
evidente que la República se estaba hundiendo, y desde hacía muchos meses el
territorio controlado por nosotros se había partido en dos. Las autoridades
francesas, simplemente, no habían pensado nada, no habían previsto el mínimo
plan en caso de que una avalancha humana se apresurara a cruzar la frontera. Quizás,
les fuimos molestos desde antes de entrar en su territorio y creyeron que una
vez allí, si nos maltrataban, emprenderíamos de nuevo camino hacia el sur.
Si
estas condiciones en la vida de cualquier persona hubieran supuesto un
infierno, aún tuvimos que soportar ser vistos por parte de la población local
como monos enjaulados. Cierta prensa francesa había hablado de los republicanos
españoles como de auténticos demonios con rabo y cuernos. Esta imagen se quedó
clavada en la mente de muchos franceses que aprovechaban los fines de semana para
acercarse a ver a esa muchedumbre venida del otro lado de los Pirineos para “contaminar
los puros aires de sus tierras”.
Por
suerte, todo el mundo no pensaba de la misma manera, los cuáqueros americanos y
las organizaciones de izquierda francesas nos dieron algo de comida y abrigo,
además de alzar la voz por las condiciones y trato a los que nos veíamos
expuestos.
Ninguno
de nosotros entendía por qué se nos estaba dando esta acogida. Todos estábamos
huyendo de la guerra, y algunos de una muerte segura si nos cogían los
falangistas o los militares franquistas. ¿Acaso Francia no era una democracia?,
¿Por qué la izquierda no se movilizaba con fuerza al habernos recibido sus
autoridades como a perros y tratarnos como a delincuentes? ¿Por qué la patria
de la revolución, los derechos humanos y el derecho de asilo permitía que
nuestros guardianes nos pegaran y hasta nos robaran lo poco que teníamos?
Los
que habíamos pasado por el frente estábamos más acostumbrados a este tipo de
penalidades, pero hasta para jóvenes llenos de vida y curtidos en la guerra,
esto era más de lo que podía soportar nuestra dignidad. Todo ello y sin duda un
cierto grado de inconsciencia nos llevó a organizar una escapada a Toulouse
para contactar con los compañeros franceses y denunciar lo que nos estaban
haciendo, y de paso, huir de aquel prado sembrado de témpanos de hielo.
Fugarnos
era relativamente sencillo. La cerca no era un gran obstáculo y el lugar se
encontraba muy aislado. Los centinelas eran escasos y los reflectores pocos y
no muy potentes. Con tan cortas medidas de seguridad, en una noche sin luna, solo
había que esperar el momento en el que los guardianes dejaran de hacer la
ronda. Además de las tinieblas, elegimos una noche en la que diluviaba y el
ruido del chaparrón, junto a la cortina de agua, hacían aún más difícil
localizarnos. La fuga parecía pan comido.
0 comentarios:
Publicar un comentario