domingo, 9 de diciembre de 2012

Capítulo 1: Antes de que se hiciera de noche

(3ª Entrega)

Antes de que se hiciera de noche nos condujeron a un cercado cubierto de nieve, rodeado de montañas blancas llamado Prat de Molló. Aquel era un campo en el que pastaban las vacas habitualmente, con una ligera pendiente y unos árboles escuálidos en la parte más alta. Bajo más de una cuarta de manto blanco se escondían pedruscos y rocas que hacían difícil dar un paso. La postal hubiera sido preciosa si no fuera porque aquel iba a ser para la mayoría de nosotros su “hogar” durante largos meses. 



Dormir en pleno invierno al raso con una capa de nieve de varios centímetros sin mayor cobijo que una manta o un capote era una prueba de resistencia que nos recordaba la vida de las trincheras, a la vez que nos parecía intolerable para aquellas criaturitas y ancianos que nos acompañaban. Como pudimos hicimos unas chozas con el fin de resguardarnos algo del frío, pero aún así, nos quedábamos tiesos; sin contar que la lluvia nos calaba hasta los huesos. Muchos refugiados enfermaban o morían. Los franceses no querían que nos quedásemos, y por la parte española, las autoridades de la República estaban aún ocupadas en el fin la guerra. La desidia y el desdén de los franceses eran tan manifiestos, que las protestas de los que nos encontrábamos en aquel idílico paraíso pirenaico nada podían para que nadie hiciera caso de nosotros. Francamente, nunca nos imaginamos que los vecinos del norte nos recibirían así, sin barracones, sin ningún acondicionamiento, sin nada más que un prado mondo y lirondo. Es cierto que la enorme marea humana harapienta que atravesó la frontera, desnutrida, muerta de frío y en busca de cobijo y paz les desbordó por completo; pero era evidente que la República se estaba hundiendo, y desde hacía muchos meses el territorio controlado por nosotros se había partido en dos. Las autoridades francesas, simplemente, no habían pensado nada, no habían previsto el mínimo plan en caso de que una avalancha humana se apresurara a cruzar la frontera. Quizás, les fuimos molestos desde antes de entrar en su territorio y creyeron que una vez allí, si nos maltrataban, emprenderíamos de nuevo camino hacia el sur.

Si estas condiciones en la vida de cualquier persona hubieran supuesto un infierno, aún tuvimos que soportar ser vistos por parte de la población local como monos enjaulados. Cierta prensa francesa había hablado de los republicanos españoles como de auténticos demonios con rabo y cuernos. Esta imagen se quedó clavada en la mente de muchos franceses que aprovechaban los fines de semana para acercarse a ver a esa muchedumbre venida del otro lado de los Pirineos para “contaminar los puros aires de sus tierras”.

Por suerte, todo el mundo no pensaba de la misma manera, los cuáqueros americanos y las organizaciones de izquierda francesas nos dieron algo de comida y abrigo, además de alzar la voz por las condiciones y trato a los que nos veíamos expuestos.

Ninguno de nosotros entendía por qué se nos estaba dando esta acogida. Todos estábamos huyendo de la guerra, y algunos de una muerte segura si nos cogían los falangistas o los militares franquistas. ¿Acaso Francia no era una democracia?, ¿Por qué la izquierda no se movilizaba con fuerza al habernos recibido sus autoridades como a perros y tratarnos como a delincuentes? ¿Por qué la patria de la revolución, los derechos humanos y el derecho de asilo permitía que nuestros guardianes nos pegaran y hasta nos robaran lo poco que teníamos?



Los que habíamos pasado por el frente estábamos más acostumbrados a este tipo de penalidades, pero hasta para jóvenes llenos de vida y curtidos en la guerra, esto era más de lo que podía soportar nuestra dignidad. Todo ello y sin duda un cierto grado de inconsciencia nos llevó a organizar una escapada a Toulouse para contactar con los compañeros franceses y denunciar lo que nos estaban haciendo, y de paso, huir de aquel prado sembrado de témpanos de hielo.
Fugarnos era relativamente sencillo. La cerca no era un gran obstáculo y el lugar se encontraba muy aislado. Los centinelas eran escasos y los reflectores pocos y no muy potentes. Con tan cortas medidas de seguridad, en una noche sin luna, solo había que esperar el momento en el que los guardianes dejaran de hacer la ronda. Además de las tinieblas, elegimos una noche en la que diluviaba y el ruido del chaparrón, junto a la cortina de agua, hacían aún más difícil localizarnos. La fuga parecía pan comido.

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